La gente quiere sentir París, y van a ver la torre Eiffel.
Buscan una combinación de vuelos baratos y se conforman con lo que se pueda, buscan un autobús para ir al aeropuerto, preparan la maleta para que no les cobren extra por sobrepeso, sudan para llegar justo a la salida del autobús, se angustian para cruzar la seguridad del aeropuerto, y para esperar a saber su puerta de salida, y para ponerse en la fila de entrada al avión cuanto antes, aguantan el vuelo con una mezcla de emoción y temor, evitando mirar al compañero del asiento de al lado, hacen fotos de la tierra y de las nubes, ignoran las instrucciones de seguridad, se quitan los cinturones a cinco mil metros del suelo, duermen, comen, quizás oyen la conversación de los de delante y se preguntan qué dirán en su idioma, por fin aterrizan, y algunos aplauden, se alegran de estar tocando tierra francesa, ya aquí, esperan a poder levantarse del asiento, cogen su maleta, se disculpan por tropezar con alguien, salen al laberinto de señales buscando sus indicaciones, hacen una larga cola para conseguir su billete en tren a París, no se aclaran con la máquina y tienen que preguntar a un asistente del lugar que parece recién salido del instituto si no fuera por el peculiar uniforme y sombrero que viste, atraviesan las barreras con el billete, donde un joven americano entusiasta les pregunta que si van a la torre Eiffel, y le dicen que no ahora directamente, pero sí, y toman un tren, tras cierta confusión con los nombres y las pantallas, apuestan por un tren, entran sin estar del todo seguros, pero es en el que todo el mundo se mete, y comparten el trayecto con otros turistas y sus maletas, una pareja de norteamericanos, una familia de sudamericanos, un grupo de amigos españoles, unos asiáticos cuyo parentesco no es fácil de adivinar, unos negros que bien puede ser franceses o nigerianos, o ambas cosas, y todos, nuestros viajeros incluidos, van con el móvil en la mano o en el bolsillo a punto de salir, algunos consultándolo, algunos comentando los próximos planes, y en general todos con una calma resignada, cargada de cierta expectación, y en esta compañía variopinta llegan al centro de París, donde la torre Eiffel está a tiro de piedra, pero hay que dejar las maletas en el Airbnb, un poco fuera del centro porque, si no, era demasiado caro, y hay que coger un metro, y el vagón de metro va lleno pero en silencio, aunque si uno se fija, algunos sí que mueven los labios, luego entra una señora con un altavoz y un vaso de café para llevar (para las monedas) y canta Despacito como si fuera un tango, y a la salida del metro un hombre les pide 80 céntimos, primero en francés y luego en inglés, así que le dan un euro, y toca andar con las maletas cinco minutos por calles mal empedradas, y en el piso de alquiler les recibe el padre del anfitrión, porque el hijo está de viaje, les enseña brevemente cada habitación y les deja deseándoles buena estancia, y ya que están ahí se toman un agua y un café y prueban el sofá y miran qué ponen en la tele, y cogen un libro con fotos de monumentos de París y le echan un vistazo, mira, la torre Eiffel, y al final se echan una siesta porque llegan muy cansados del viaje, y por fin salen de casa y van a dar un paseo junto al Sena, y se hacen fotos en los puentes, una mujer cruza gritando al móvil, "Putain!", y leen con curiosidad los candados de los enamorados, y hacen hambre y buscan una crepería pero al final se conforman con una especie de panadería con hojaldres salados que matan el hambre, cuando les pasan la cuenta flipan con el precio, pero deben estar en una de las zonas más caras, ¿has visto los precios de los escaparates?, siguen con el paseo y ya está anocheciendo, se cruzan una rata, luego otra, y primero hablan del asco y después de Ratatouille y se cruzan con un edificio que no conocían pero impresiona, y por lo visto tiene exposiciones interesantes, habrá que venir, y hablando de exposiciones, creo que por esa zona hay muchas galerías de arte, vamos a dar una vuelta, y entran en un barrio al margen del río, y en una callejuela un poco más allá, hay dos policías sujetando a un tipo en el suelo, gritándole algo de vez en cuando, una moto caída a un lado, una visera junto al tipo, y una pareja de policías en bici recién llegados, los viajeros miran desde lejos un rato y se van haciendo teorías y hablando de los cascos de bici de los policías, y venga, ¡vamos a darnos prisa que al final no vemos la torre Eiffel!
Y al fin se alza frente a ellos, imponente con cientos de luces parpadeantes en la noche, y por fin sienten el culmen del espíritu parisino, y lo celebran con alabanzas, vídeos, fotos, bromas y más tarde, con una buena cena.
Y no se dan cuenta de que la torre Eiffel es lo de menos. París era todo lo demás.
París también son otras cosas.
Buscan una combinación de vuelos baratos y se conforman con lo que se pueda, buscan un autobús para ir al aeropuerto, preparan la maleta para que no les cobren extra por sobrepeso, sudan para llegar justo a la salida del autobús, se angustian para cruzar la seguridad del aeropuerto, y para esperar a saber su puerta de salida, y para ponerse en la fila de entrada al avión cuanto antes, aguantan el vuelo con una mezcla de emoción y temor, evitando mirar al compañero del asiento de al lado, hacen fotos de la tierra y de las nubes, ignoran las instrucciones de seguridad, se quitan los cinturones a cinco mil metros del suelo, duermen, comen, quizás oyen la conversación de los de delante y se preguntan qué dirán en su idioma, por fin aterrizan, y algunos aplauden, se alegran de estar tocando tierra francesa, ya aquí, esperan a poder levantarse del asiento, cogen su maleta, se disculpan por tropezar con alguien, salen al laberinto de señales buscando sus indicaciones, hacen una larga cola para conseguir su billete en tren a París, no se aclaran con la máquina y tienen que preguntar a un asistente del lugar que parece recién salido del instituto si no fuera por el peculiar uniforme y sombrero que viste, atraviesan las barreras con el billete, donde un joven americano entusiasta les pregunta que si van a la torre Eiffel, y le dicen que no ahora directamente, pero sí, y toman un tren, tras cierta confusión con los nombres y las pantallas, apuestan por un tren, entran sin estar del todo seguros, pero es en el que todo el mundo se mete, y comparten el trayecto con otros turistas y sus maletas, una pareja de norteamericanos, una familia de sudamericanos, un grupo de amigos españoles, unos asiáticos cuyo parentesco no es fácil de adivinar, unos negros que bien puede ser franceses o nigerianos, o ambas cosas, y todos, nuestros viajeros incluidos, van con el móvil en la mano o en el bolsillo a punto de salir, algunos consultándolo, algunos comentando los próximos planes, y en general todos con una calma resignada, cargada de cierta expectación, y en esta compañía variopinta llegan al centro de París, donde la torre Eiffel está a tiro de piedra, pero hay que dejar las maletas en el Airbnb, un poco fuera del centro porque, si no, era demasiado caro, y hay que coger un metro, y el vagón de metro va lleno pero en silencio, aunque si uno se fija, algunos sí que mueven los labios, luego entra una señora con un altavoz y un vaso de café para llevar (para las monedas) y canta Despacito como si fuera un tango, y a la salida del metro un hombre les pide 80 céntimos, primero en francés y luego en inglés, así que le dan un euro, y toca andar con las maletas cinco minutos por calles mal empedradas, y en el piso de alquiler les recibe el padre del anfitrión, porque el hijo está de viaje, les enseña brevemente cada habitación y les deja deseándoles buena estancia, y ya que están ahí se toman un agua y un café y prueban el sofá y miran qué ponen en la tele, y cogen un libro con fotos de monumentos de París y le echan un vistazo, mira, la torre Eiffel, y al final se echan una siesta porque llegan muy cansados del viaje, y por fin salen de casa y van a dar un paseo junto al Sena, y se hacen fotos en los puentes, una mujer cruza gritando al móvil, "Putain!", y leen con curiosidad los candados de los enamorados, y hacen hambre y buscan una crepería pero al final se conforman con una especie de panadería con hojaldres salados que matan el hambre, cuando les pasan la cuenta flipan con el precio, pero deben estar en una de las zonas más caras, ¿has visto los precios de los escaparates?, siguen con el paseo y ya está anocheciendo, se cruzan una rata, luego otra, y primero hablan del asco y después de Ratatouille y se cruzan con un edificio que no conocían pero impresiona, y por lo visto tiene exposiciones interesantes, habrá que venir, y hablando de exposiciones, creo que por esa zona hay muchas galerías de arte, vamos a dar una vuelta, y entran en un barrio al margen del río, y en una callejuela un poco más allá, hay dos policías sujetando a un tipo en el suelo, gritándole algo de vez en cuando, una moto caída a un lado, una visera junto al tipo, y una pareja de policías en bici recién llegados, los viajeros miran desde lejos un rato y se van haciendo teorías y hablando de los cascos de bici de los policías, y venga, ¡vamos a darnos prisa que al final no vemos la torre Eiffel!
Y al fin se alza frente a ellos, imponente con cientos de luces parpadeantes en la noche, y por fin sienten el culmen del espíritu parisino, y lo celebran con alabanzas, vídeos, fotos, bromas y más tarde, con una buena cena.
Y no se dan cuenta de que la torre Eiffel es lo de menos. París era todo lo demás.
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Gare du Nord, París. |
París también son otras cosas.
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