Oyendo a Bob Dylan me he dado cuenta de que no necesito entenderle. Sonaba Mr. Tambourine Man (ni siquiera estaba seguro de haberlo escrito bien, he tenido que comprobarlo) y he notado que no estaba siguiendo la letra, y ni siquiera cuando he sido consciente de eso he empezado a sintonizar las palabras: he seguido oyendo un fraseo fluido, rítmico y melódico, y no necesitaba más. Muchas veces he buscado las letras de Dylan (y de tantos otros) y escuchado sus canciones a la vez que las leía, para fijar bien su significado. Porque aunque puedo entenderles de oídas (no es un problema de falta de inglés), la letra, sobre todo en algunos cantautores que juegan especialmente con las palabras, se evapora. El caso es que, incluso con alguien tan repetitivo como es Dylan (y quizás gracias en parte a esa repetitividad también) me basta con la música y la voz, sin entender, para entrar en la canción. Es un privilegio que conocemos bien los españoles y demás colonizados por la música anglosajona. Los angloparlantes de nacimiento, tan habituados a no salirse de su propio cuadrante del inglés, suelen ignorar esta magia, y sorprenderse especialmente cuando la descubren.
Estar a punto de morir parece una buena forma de conseguir que te valoren como persona. Aunque es mejor morir. Lo preocupante no es acumular mierda dentro, lo preocupante es no cagar. Por desgracia, siento que ya sé todo lo que necesito. Por suerte, todavía no es suficiente. No lo digo por despecho ni rencor, simplemente, algunas tías buenas son especialmente malas. Sin mí no soy nada. Poeta atormentado, poeta petardo. Lista de la compra: cerveza sin alcohol, fruta, canela en rama. Cuidado con los enfermos de literatura: se permiten mentir por belleza.
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